En el refugio privado de nuestros consultorios, la mayoría de nosotros usualmente podemos mantener el barómetro emocional dentro de un rango cómodo. Dado que la terapia se desarrolla lentamente sobre una relación establecida, las confrontaciones y críticas, cuando ocurran, tienden a ser amortiguadas e indirectas. Cuando somos perturbados por un cliente difícil, tenemos a nuestra disposición un marco teórico amplio – transferencia, contratransferencia, asuntos de familia de origen – para mantener los ataques bajo control y ayudarnos a mantener la compostura.
Pero cuando salimos de nuestros consultorios y aplicamos nuestras habilidades terapéuticas haciendo trabajo público, las normas para entablar relación son vitalmente distintas. Un viaje a través del racismo, sexismo, homofobia, u otros asuntos escabrosos y contenciosos significa caminar por un camino empedrado.
Facilitar el diálogo sobre estos temas a menudo conjunta personas que históricamente han estado divididas, con poca vinculación personal, ni confianza entre uno en el otro. No podemos escondernos detrás de las paredes de una oficina privada: estamos expuestos, “ahí afuera”, juzgados en la corte de opinión pública que no siempre es gentil ni indulgente. Además, no tenemos marco ni vocabulario ampliamente aceptado para servir de guía cuando el camino se complica – puedo atestiguar sobre esto desde la experiencia personal dolorosa.
Eran las dos de la mañana de un día de verano de 1988. Había estado acostado despierto durante horas, dando vueltas en la cama de un centro de retiro en un parque nacional hermoso de Carolina del Sur. Había estado facilitando una sesión de entrenamiento en diversidad para profesionales de la salud mental, cuyos clientes eran mayormente Negros y Latinos de la clase pobre trabajadora. Mi trabajo consistía en ayudarlos a volverse más “abiertos, conscientes, y sensibles” a los asuntos raciales, pero el primer día había sido un desastre sin igual.
Esa mañana, había empezado presentando una lista de “10 estrategias para reconciliar asuntos de raza en la práctica clínica”. Al inicio, el grupo parecía respetuoso, aunque un poco distraído. Para cuando había llegado a mi tercer punto, que ser blanco conlleva privilegios, y ser una persona de tez oscura implica una desventaja, podías palpar el espesamiento del aire.
Cambiar el mundo
Cuando recibí mi doctorado en terapia familiar, empecé a trabajar en una organización al servicio de la comunidad de Nueva York y Pensilvania, creyendo que podía cambiar el mundo, una vecindad negra urbana tras otra. Para mi desilusión, los jóvenes negros que trataba de ayudar no parecían estar dispuestos ni capaces de entender las complicidades de racismo y cómo afectaba sus vidas: parecían extrañamente complacientes, sin urgencia. Al mismo tiempo, los blancos con quienes trabajaba no parecían ansiosos de cambiar el statu quo tampoco. Encontré que la falta de fervor tanto de negros y como de blancos, y ciertamente mi propia falta de impacto, profundamente decepcionante.
Entonces intenté desde otro ángulo. Empecé a usar mis experiencias en mi trabajo de servicio a la comunidad para formular ideas acerca de qué necesiten saber los terapeutas para trabajar con poblaciones marginadas. Empecé conduciendo talleres para terapeutas enfocados en aumentar su efectividad clínica con Afroamericanos y otros clientes de color. Para mi gran sorpresa, estos talleres fueron un exitazo. ¡La gente entendía! Y dentro de pocos meses, empecé a recibir solicitudes continuas de diversas organizaciones. Era un trabajo que amaba, en particular porque por fin sentía que estaba haciendo una diferencia.
Conectando con el otro
Pero desde entonces, he llegado a ver mi papel de una manera diferente. Mi trabajo no consiste educar a los ignorantes: se trata de ayudar a la gente a ver el impacto insidioso del “proceso de otredad” – ver una persona, o un grupo, como “el otro”. Esto tal vez sea una experiencia humana universal: la manufactura del “otro” promueve la polarización rígida, basado en la idea de que un grupo es correcto y el otro está mal. Una vez que se establece este posicionamiento, el encuentro constructivo es virtualmente imposible.
La creación del “otro” es la dinámica fundamental del divorcio y antagonismos personales, y siempre ha sido central en el racismo, sexismo, homofobia, y persecución étnica. La actitud es siempre la misma: nosotros tenemos razón, ustedes/ellos están equivocados, y si hay algo que debe cambiar, les corresponde a ustedes/ellos.
Mi identidad original como luchador virtuoso me había hecho tropezarme. Para volverme un verdadero agente del cambio, no cabía ver el mundo – literalmente y figuradamente – como negro o blanco, nosotros y aquellos. Tenía que reconocer cuan fácilmente yo mismo podía volverme “el otro”. Empecé a dejar entrar algo que mujeres blancos y hombres blancos homosexuales me habían hecho recordar repetidamente: que no sólo eran blancos y privilegiados – también eran femeninas y homosexuales. Para ellos, yo, siendo hombre heterosexual, era “el otro”, interactuando con ellos desde mi posición de privilegio. Necesitaba yo llegar al incómodo darme cuenta de que tal vez había una pequeña parte de opresor en muchos víctimas, y una pequeña parte de víctima en muchos opresores.
Cuando estoy severamente puesto a prueba en mi trabajo de ayudar a individuos y grupos a tender un puente entre sus diferencias, he aprendido que el “proceso de otredad” es usualmente a la raíz del problema. Si es un cliente blanco en terapia, que menosprecia los negros mientras discuta la atracción de su hija por hombres negros, o un eclesiástico acusándome de ser el Anticristo, quien será quemado en el infierno a menos que cambie mi tolerancia hacia los homosexuales, mi posición es la misma. Hago un gran esfuerzo por adherirme a uno de tres principios básicos que guían mi trabajo: (1) el ataque, insulto, o acusación puede tratarse de mí, pero mi reacción y cómo respondo no debe ser acerca de mí; (2) para encontrar la sanación y el potencial transformador en el diálogo, mi trabajo es responder en maneras que promuevan, en lugar de suprimir, la conversación de corazón a corazón; (3) validación es el puente que hay que construir para el encuentro constructivo que atraviesa las diferencias.
Cualquier persona que desea salir del consultorio y abordar las diferencias raciales, étnicas, sexuales debe apoyarse en la creencia de roca firme que todo mundo tiene partes redimibles, y que puedes encontrarlas si tienes la voluntad y la paciencia para buscar. La lección más grande que he tomado de mi trabajo es reconocer mi suposición de que no había nada redimible en ninguno de los participantes: todos eran 100% “otro” – beligerantes, resistentes, recalcitrante, racistas de mente cerrado. Que habían llegado al entrenamiento, estaban metidos en el proceso, expresando sus puntos de vista de maneras que eran (sabe Dios) honestas y transparentes, y que se habían desde hace mucho dedicado a la profesión de ayudar, no entraba en mi conciencia.
Para hacer este trabajo, debemos aprender a ver a través del mito de la otredad: debemos reconocer que todas las personas, no importa cuán imperfectas, tienen capacidades redimibles en su ser. Es nuestra responsabilidad encontrar sus virtudes y conectar con ellas. Cierto es que al enfrentar hostilidad y rechazo, nuestra tarea plantea retos importantes, pero dejar de buscar las cualidades redimibles en el otro constituye una retirada de la posibilidad de relación.
Una vez que salimos de nuestro consultorio, idealismo y buenas intenciones no bastan. Debemos tener en cuenta un principio fundamental de nuestro trabajo: sin importar lo seductivo del “proceso de otredad”, nuestros enemigos aparentes tienen el potencial de ser justos, equitativos y veraces – en otras palabras, seres humanos genuinos, iguales que nosotros.
Traducción: David MacKay